Desde lo alto de aquel árbol el joven Égolath podía divisar gran parte del bosque. Le gustaba subir cada mañana y ver como los rayos del Sol iluminaban las copas primero y acariciaban los troncos después hasta besar las hierbas salvajes del suelo. Era su manera de dar los buenos días y, sin duda, un espectáculo digno de contemplar.
La paz reinaba en la Tierra Media desde el inicio de la Cuarta Edad, desde la caída del Señor Oscuro y la destrucción del Anillo de Poder. Era la Edad de los Hombres. Los Elfos habían cuidado de los árboles y los bosques desde épocas inmemorables, dejando un gran legado a los Hombres y demás criaturas, pero su tiempo se había agotado. Miles de barcos habían partido de los Puertos Grises a Occidente, donde nunca más se supo de ellos. Tan sólo una pequeña comunidad élfica decidió quedarse, pues su labor aún no había concluido. Y entre ellos se encontraba Égolath.
A los ojos de cualquier Hombre, Égolath parecía un joven de melena negra y ojos grises, pero en realidad su edad equivalía a la de varias generaciones de Hombres. Desde pequeño, su padre le había inculcado el amor y el respeto por todas las cosas que crecían de la Tierra y le había enseñado las artes y la ciencia élficas. Tenía toda la eternidad por delante para disfrutar de los paisajes de aquel gran Reino, pero era su responsabilidad y la de sus semejantes cuidar de todo aquello que generaciones y generaciones de Elfos habían conseguido desde que despertaran en Cuiviénen.
Aquel mismo día un olor extraño perturbó la mente de Égolath. Era el olor de madera ardiendo, un olor que no se percibía en aquellas tierras desde hacía tiempo. Los Elfos no utilizaban la leña de los árboles para iluminar sus hogares o cocinar. Una larga columna de humo comenzó a ascender detrás de una colina, oscureciendo el día y encogiendo el corazón de todos aquellos capaces de observar tal horror. Égolath corrió con la presteza y elegancia de un ciervo hacia el campamento. Algo malo estaba ocurriendo.
No existe palabra en élfico para describir lo que los ojos de Égolath estaban viendo, pero sin duda habrían sido palabras de tristeza y maldición. La crueldad de un fuego intencionado había destrozado por completo el campamento y sus llamas seguían devorando cada indicio de vida en el bosque. Recordando las enseñanzas de su madre, Égolath invocó a los Cuatro Elementos, aunque era demasiado tarde. Unas nubes negras como sangre de Orco aparecieron repentinamente en el cielo. La lluvia no tardó en aparecer y cayó con toda su fuerza. Pasaron horas hasta que el incendio se hubo extinguido y entonces las nubes se disiparon y el Sol apareció dejando ver las consecuencias de lo que nunca debió suceder.
Égolath buscó entre los restos del campamento, pero sólo halló los cuerpos calcinados de sus compañeros. Nadie más había sobrevivido. Tuvo suerte, pero no se sentía afortunado. Sus lágrimas se derramaron sobre el suelo y donde cayeron jamás volvió a crecer planta alguna, pues eran lágrimas amargas de dolor.
Era una imagen penosa la del joven Elfo caminando sin rumbo conocido y con la cara aún manchada de hollín. Llegó no sin dificultad a un arroyo cercano y se despojó de sus ropas. Tan sólo hubo introducido los pies en el agua sintió como recuperaba parte de su energía y una pequeña luz empezaba a iluminar su corazón, aún oscurecido y triste. Se sumergió por completo y dejó que las corrientes provenientes de las altas cumbres del Este arrastraran su suciedad y su pesadumbre y, por un momento, abandonó este Mundo.
Una voz grave se alzó en el bosque. Égolath despertó, salió del arroyo y volvió a vestirse. Escondido entre los árboles intentó localizar el origen de aquella canción en un idioma familiar, aunque desconocido. Allí estaba, un Hombre con el emblema del Árbol Blanco y las Siete Estrellas en el pecho. Algo le hizo dejar de cantar. Era el frío acero de una flecha de Égolath rozando su frente.
-¿Quién cantaría en estos momentos de sombra y dudas sino el autor de tal fechoría? -preguntó Égolath tensando su arco.
-No era una canción alegre, sino una canción en memoria de los caídos.
-Dadme vuestro nombre y quizá pueda creerle.
-Soy Aragorn, hijo de Arathorn, Rey de Gondor y de los Hombres libres.
Égolath bajó el arco y agachó la cabeza como muestra de respeto y afecto
-¿Qué le trae a tan venerable Hombre a estas tierras, si se me permite la pregunta?
-He venido a buscarte, pues tu presencia en Gondor es requerida para un Concilio.
-¿Por qué alguien como yo iba a ser invitado a un Concilio? Y en caso de merecerlo, ¿por qué no enviar a un mensajero, Rey de Reyes?
-Conocí a tu padre años atrás. Me entristeció profundamente la noticia de su muerte. Quería conocer a su primogénito, pues su misma sangre corre por tus venas. Nadie mejor que tú puede representar al pueblo élfico en esta Edad. Te necesito, Égolath, hijo de Légolas.
La paz reinaba en la Tierra Media desde el inicio de la Cuarta Edad, desde la caída del Señor Oscuro y la destrucción del Anillo de Poder. Era la Edad de los Hombres. Los Elfos habían cuidado de los árboles y los bosques desde épocas inmemorables, dejando un gran legado a los Hombres y demás criaturas, pero su tiempo se había agotado. Miles de barcos habían partido de los Puertos Grises a Occidente, donde nunca más se supo de ellos. Tan sólo una pequeña comunidad élfica decidió quedarse, pues su labor aún no había concluido. Y entre ellos se encontraba Égolath.
A los ojos de cualquier Hombre, Égolath parecía un joven de melena negra y ojos grises, pero en realidad su edad equivalía a la de varias generaciones de Hombres. Desde pequeño, su padre le había inculcado el amor y el respeto por todas las cosas que crecían de la Tierra y le había enseñado las artes y la ciencia élficas. Tenía toda la eternidad por delante para disfrutar de los paisajes de aquel gran Reino, pero era su responsabilidad y la de sus semejantes cuidar de todo aquello que generaciones y generaciones de Elfos habían conseguido desde que despertaran en Cuiviénen.
Aquel mismo día un olor extraño perturbó la mente de Égolath. Era el olor de madera ardiendo, un olor que no se percibía en aquellas tierras desde hacía tiempo. Los Elfos no utilizaban la leña de los árboles para iluminar sus hogares o cocinar. Una larga columna de humo comenzó a ascender detrás de una colina, oscureciendo el día y encogiendo el corazón de todos aquellos capaces de observar tal horror. Égolath corrió con la presteza y elegancia de un ciervo hacia el campamento. Algo malo estaba ocurriendo.
No existe palabra en élfico para describir lo que los ojos de Égolath estaban viendo, pero sin duda habrían sido palabras de tristeza y maldición. La crueldad de un fuego intencionado había destrozado por completo el campamento y sus llamas seguían devorando cada indicio de vida en el bosque. Recordando las enseñanzas de su madre, Égolath invocó a los Cuatro Elementos, aunque era demasiado tarde. Unas nubes negras como sangre de Orco aparecieron repentinamente en el cielo. La lluvia no tardó en aparecer y cayó con toda su fuerza. Pasaron horas hasta que el incendio se hubo extinguido y entonces las nubes se disiparon y el Sol apareció dejando ver las consecuencias de lo que nunca debió suceder.
Égolath buscó entre los restos del campamento, pero sólo halló los cuerpos calcinados de sus compañeros. Nadie más había sobrevivido. Tuvo suerte, pero no se sentía afortunado. Sus lágrimas se derramaron sobre el suelo y donde cayeron jamás volvió a crecer planta alguna, pues eran lágrimas amargas de dolor.
Era una imagen penosa la del joven Elfo caminando sin rumbo conocido y con la cara aún manchada de hollín. Llegó no sin dificultad a un arroyo cercano y se despojó de sus ropas. Tan sólo hubo introducido los pies en el agua sintió como recuperaba parte de su energía y una pequeña luz empezaba a iluminar su corazón, aún oscurecido y triste. Se sumergió por completo y dejó que las corrientes provenientes de las altas cumbres del Este arrastraran su suciedad y su pesadumbre y, por un momento, abandonó este Mundo.
Una voz grave se alzó en el bosque. Égolath despertó, salió del arroyo y volvió a vestirse. Escondido entre los árboles intentó localizar el origen de aquella canción en un idioma familiar, aunque desconocido. Allí estaba, un Hombre con el emblema del Árbol Blanco y las Siete Estrellas en el pecho. Algo le hizo dejar de cantar. Era el frío acero de una flecha de Égolath rozando su frente.
-¿Quién cantaría en estos momentos de sombra y dudas sino el autor de tal fechoría? -preguntó Égolath tensando su arco.
-No era una canción alegre, sino una canción en memoria de los caídos.
-Dadme vuestro nombre y quizá pueda creerle.
-Soy Aragorn, hijo de Arathorn, Rey de Gondor y de los Hombres libres.
Égolath bajó el arco y agachó la cabeza como muestra de respeto y afecto
-¿Qué le trae a tan venerable Hombre a estas tierras, si se me permite la pregunta?
-He venido a buscarte, pues tu presencia en Gondor es requerida para un Concilio.
-¿Por qué alguien como yo iba a ser invitado a un Concilio? Y en caso de merecerlo, ¿por qué no enviar a un mensajero, Rey de Reyes?
-Conocí a tu padre años atrás. Me entristeció profundamente la noticia de su muerte. Quería conocer a su primogénito, pues su misma sangre corre por tus venas. Nadie mejor que tú puede representar al pueblo élfico en esta Edad. Te necesito, Égolath, hijo de Légolas.
Si vas a escribir sobre el universo Tolkien estaría bien que lo conocieras a fondo, o al menos lo básico.
ResponderEliminarLos Elfos hacen fuego conleña. ¿de dónde sacas la idea contraría. Puedes verlo explicitamente en el hobboit dónde los elfos del bosque negro esquivan a los hobbits trasladando su campamento, y sus hogueras, varias veces a lo largo de una noche. Posiblemente haya muchos otros sitios dónde aparece eso mismo. Una cosa es que los elfos sean cuidadosos con el meido ambiente y otra que vivan de maneras inviables.
Otros aspecto, y este mas grave aún, es que me vengas conque un elfo puede invocar la lluvia mediante un hechizo. En ESDLA se dice explicitamente que ningún ser puede hacer tal cosa. En concreto lo dice Gandalf cuando ls fuertes ventiscas de Karadas les impiden avanzar. Ahí hace esa afirmación, junto con la observación de que si Sauron pudiera hacer eso mucho le habría crecido el brazo. Otra cosa diferente es lo que se muestra en la película dónde las inclemencis meteorológicas se deben a un duelo entre Saruman y Gandalf. Queda mono, pero contradice totalmente al libro.
En fin, mal escrito no esta, pero para escribir cosas interesantes hay que preocuparse mas del fondo y no sólo de la forma, o al menos en mi opinión.
Aunque estoy de acuerdo con Javier al cien por cien, también creo que un escritor puede tomarse ciertas licencias y libertades a la hora de transfigurar una obra, aunque sea rompiendo las leyes que el autor original impuso.
ResponderEliminarQuizás, y con esto no quiero afirmar que esté de acuerdo con King of Suth, Égolath es diferente a los demás elfos conocidos y tiene ese poder. E igualmente, quizás esos elfos no utilizan leña para hacer fuego, o puede que ya no lo haga ningún elfo en el futuro.
Lo cierto es que, pese a mostrar un universo bastante diferente al de Tolkien, creo que presenta una historia muy interesante.
Y desde aquí, no solo animo al autor, sino a todo aquel que quiera dar su opinión.
Gracias, Javier, por tu comentario pero debo aclarar ciertas cosas.
ResponderEliminarEs posible que los Elfos hagan fuego con leña, no lo discuto, pero, a mi modo de ver, prefería remarcar el amor que sienten estos seres hacia la naturaleza y los árboles.
Por otra parte, Égolath no hace ningún "hechizo", sino sólo una invocación a los Cuatro Elementos. De momento, no conocemos demasiado del pasado de Égolath, así que no sabemos qué puede o qué no puede hacer. Se verá más adelante...
Y como dice perroparia, me he tomado alguna que otra licencia, como por ejemplo la muerte de Légolas. Légolas no murió, sino que partió a Occidente una vez Aragorn murió, aproximadamente en el año 120 de la Tercera Edad. Se dice que Gimli también pudo partir con él. Aún queda mucho que contar en esta historia, sólo pido un poco de paciencia y tiempo. Puedo asegurarte que no he dejado ni un cabo suelto.